El tubo era rojo. Rojo, ancho, rematado por una rejilla metálica. Sin tiempo para pensar, Adolfo separó la reja y se coló por la abertura.
El agujero era estrecho, pero podía pasar; el problema era que sus perseguidores también podrían hacerlo. Estaba solo, lejos de casa, muerto de frío y de sueño, pero no podía permitirse un momento de descanso. Se arrastró por el interior resbaladizo y oscuro. Al fondo del todo se veía una luz fría, como de fluorescente. Quizás allí hubiera alguien. Quizás podría salvarse. Aceleró la marcha.
A sus espaldas volvía a oirse aquel ruido, aquel repiquetear. Estaba cerca. Estaba muy cerca del final. Veía otra reja; al otro lado estaba la cocina del bar de carretera. Caería desde la altura del techo, pero qué importaba. Lo contaría todo; cómo sus padres le dejaron en aquel campamento de verano, el tiempo que había pasado allí, como la disciplina había acabado relajandose...hasta que todo se vino abajo.
No tuvo tiempo a más. Notó como le trepaban por la espalda, y el tacto pegajoso de la cinta adhesiva.
Debía haberme lavado los dientes, pensó mientras la risa comenzaba a llenar su mente.
son los mismos duendes de aquel relato o es una escapada infantil dramatizada? jejeje
ResponderEliminarSon los mismos; los duendes de la risa nunca descansan...xD
ResponderEliminarExijo una saga de los duendes de la risa.
ResponderEliminarA lo mejor caen otros, quien sabe...
ResponderEliminarSon unos gamberretes.
ResponderEliminarJajaja mola, vaya tela con los duendes.
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