domingo, 31 de octubre de 2010

Halloween

Las calles estaban a rebosar de gente, figuras enmascaradas, pintadas, disfrazadas, o sencillamente con una peluca y ganas de fiesta. En el pequeño pueblo de Villanueva de las Tumbas se celebraba la Noche de los Muertos como en ningún otro sitio en España. La localidad, pequeña, estaba desierta el resto del año, pero la semana previa a la festividad se llenaba de gente y de expectación.
A Gustavo, hombre ya en la cuarentena, residente a perpetua del minúsculo pueblo, todo aquello le sabía a prostitución barata. Hacía quince años el alcalde de por entonces había asociado la festividad norteamericana con el nombre del lugar, y había llegado a la conclusión de que la gente se sentiría atraída. Había montado un primer Festival de Halloween con escaso presupuesto pero sorprendente afluencia; muchos chicos de la ciudad habían ido a ver como estaba el asunto, y les había gustado. Al año siguiente el publico se había multiplicado por dos; al siguiente por cuatro. Al quinto año la fiesta no se limitaba a unas calles; todo el municipio participaba. Eran fiestas, jolgorio, bebidas y terror a medianoche.
-Es una puta americanada-murmuraba Gustavo, encerrado en su casa. Odiaba aquello; odiaba a los tontos que se disfrazaban, a los crios que no paraban de tocar a la puerta para que les llenaran las bolsas de caramelos, incluso odiaba a sus vecinos, que se unían incondicionalmente a la fiesta.
Era una plaga. Nadie iría al cementerio al día siguiente; estarían de resaca. Maldito sea el Festival y maldita sea la Noche de Halloween.
Cuando ya era tarde y los únicos que quedaban en pie eran los muy borrachos y los críos, Gustavo daba un paseo por los alrededores del cementerio. Le gustaba caminar por allí ese día; era una forma de decirse que lo importante estaba allí debajo, oculto por las losas. Rondaba alrededor de la alta verja de hierro oxidado, como un perro de caza.
Estaba mirando a la gente que caminaba por allí cerca cuando la vio. Era una chica con un vestido blanco y pelo negro largo, ondulado. Estaba quieta y le miraba. Gustavo pensó que debía estar muy, muy borracha.
Pero la chica seguía ahi, quieta, siguiendo su caminar con la cabeza. No podía verle la cara desde donde estaba; el cementerio siempre se dejaba a oscuras; se decía que era para que la gente sintiera miedo. Gustavo pensaba que era para que no se dieran cuenta de que era un cementerio normal y corriente.
-¿Qué ocurre?-dijo con voz apagada. La chica estaría borracha, pero le ponía nervioso. Se acercó a él, con el vestido ondulando por el viento, como una gasa.
Ahora podía ver su rostro.
-¿Mónica?-murmuró, asustado.
Ella se volvió, con su vestido moviendose en la noche sin brisa. Él la siguió hasta su tumba, rodeada de borrachos. Se sentó con ella y hablaron largamente, hasta que salió el sol.
Cuando ella se fue, él yacía frío y helado sobre la lápida. Ella llevaba su olor consigo.

sábado, 30 de octubre de 2010

A veces sólo se necesita un empujoncito

-¡No quiero comer sopa!-aulló el anciano, empapando a la enfermera con el líquido ardiendo. La mujer se quedó unos segundo mirándose la mancha, como si no pudiera creerlo, hasta que notó el calor; entonces salió corriendo.
¡Era su oportunidad! Roberto se incorporó de la cama a duras penas, sosteniendose con su bastón de empuñadura plateada. Las piernas le temblaban, demasiado débiles tras tantos meses en cama, pero continuó hacia la ventana, imparable. Sin quererlo arrastró le pértiga del goteo, aún anclada a su piel a través de la vía. Con un movimiento brusco abrió la ventana corredera, y al tiempo que la aguja se desprendía, dejando una gota de sangre grande, brillante, una bocanada de aire entró en la habitación. Aire fresco y nuevo, no ese reciclado cien veces por los aparatos de aire acondicionado.
La ventana estaba a baja altura; Roberto solo tuvo que hacer un poco de fuerza con los brazos para incorporarse al bordillo. Ayudandose con las manos, volvió su cuerpo hacia fuera, al atardecer anaranjado, a la libertad y  a la caída de catorce pisos desde la  planta de psiquiatría geriatríca. La libertad era lo que buscaba.
Hubo gritos a su espalda. Era la enfermera, que desde el pasillo le miraba horrorizada.
-¡Callate, perra!-gritó Roberto-¡Voy a volar! ¡Me iré de esta mierda de sitio y podrás meterte tu mierda de sopa por donde te quepa!
La mujer echó a correr hacia él, aterrada, con los brazos estirados ante ella, intentando sujetarlo por la fina tela de la ropa de hospital. El hombre se echó hacia delante con un gemido; sus músculos no eran los de antes.
Roberto se había tirado. La enfermera se quedó clavada en el sitio, mirándo la ventana. Se acercó lentamente, aterrada y al mismo tiempo llena de un deseo morboso de saber, de saber como quedaba un hombre de setenta y cinco años al chocar contra el suelo. Asomó la cabeza por la ventana abierta, y el viento el alborotó el pelo.
Abajo la gente caminaba, tranquila. No había ningún señor mayor con la cabeza despanzurrada contra el asfalto como un huevo.
La enfermera se apartó de la ventana. Miró a la cama. Se encogió de hombros.
-Parece que el viejo tenía razón despues de todo-murmuró mientras cambiaba las sabanas-El tío podía volar.
¿Y ella? ¿Podría hacerlo ella?
Se acercó a la ventana y allí quedó, indecisa.

viernes, 29 de octubre de 2010

Por el camino a casa

-¡No creo que haya nadie!
Mark miró a sus dos acompañantes; una de ellas estaba seria, pero parecía tranquila. La otra reía, algo inquieta.
-Tio, yo tampoco creo que haya nadie, pero me da miedo-dijo Rachel-Es que, si han entrado una vez, pueden volver a entrar, ¿no? ¿Y si está ahí?
-No, no creo...Es poco probable.
Caminaban por una de las calles empedradas de la vieja localidad. Construidas hacía cientos de años, eran sinuosas y estrechas, y a aquellas horas de la noche también oscuras y tenebrosas. El reducido grupo iba a casa de Tabitha, una amiga de los tres. Tabitha le había dado las llaves de su apartamento a Rachel y Marta, una estudiante de intercambio. Cogerían unas cosas de allí y volverían a devolverle las llaves a su amiga.
-Bueno, es una hora a la que se supone que ella está en casa-dijo Mark-¿Y por qué iban a volver a entrar?
Unos días antes habían forzado la cerradura de la casa de su amiga y lo habían puesto todo patas arriba. Habían rebuscado por todas partes, pero no habían encontrado nada. El único resultado había sido un buen susto.
-Es en esa calle de allí-dijo Mark, señalando.
Era un callejón muy estrecho, sin salida. Desde el fondo solamente se podía ver un poco de calle; de día se veía algún transeunte ocasional. Ahora, a las tres de la madrugada, no había nadie.
Mark miró hacia arriba, a la segunda planta. La ventana de su amiga daba a la calle; si la luz estaba encendida era una señal para no entrar. Pero estaba apagada. Era todo simple paranoia.
Rachel abrió la puerta de barrotes metálicos que cerraba la entrada el edificio de apartamentos. Un pequeño descansillo se abría ante ellos. Subieron las escaleras en silencio, aún algo asustados.La puerta del apartamento era de madera oscura; mientras Rachel la abría, Mark se fijó en la cerradura. Alrededor de esta, en la madera, había pequeños arañazos; la señal de cómo la habían forzado.
La puerta se abrió, y sonó un estrépito.
Detrás de la puerta estaba la bicicleta de Rachel, caída en el suelo; la puerta la había tumbado al abrirse. Mientras ella y Marta la levantaban, Mark caminó por el pequeño apartamento, encendiendo las luces, mirando por las esquinas. Sentía una leve sensación de pánico, como si fuera a ocurrir algo de un momento a otro.
La luz del cuarto de baño se encendió. Estaba solitario y vacío. No había nadie.
Miró en la cocina. Solamente le devolvieron la mirada un par de platos en el fregadero.
Llegó al dormitorio. No le gustaba echar un vistazo allí, pero tampoco la idea de irse y dejar a sus amigas solas con...alguien. Accionó el interruptor. No funcionaba. Tragando saliva, miró en la habitación.
Iluminada muy ténuemente por la luz del pasillo, los peluches y trastos que había repartidos por los muebles parecían hombres agazapados, esperando a saltar. Entrecerró los ojos. No, no, se dijo, no es nada. Solo aquel peluche grande y amarillo. Se metió un poco en la habitación. No había nadie allí, ni detrás de la puerta. Suspiró con alivio.
Antes de salir, se dio la vuelta y lanzó una mirada por debajo de la cama. Estaba oscuro. Allí podía esconderse cualquier cosa. En un reflejo del miedo infantil, se inclinó y miró.
Una mano salió de la oscuridad, como con un zarpazo, y pasó a escasos centímetros de su cara. Estaba enfundada en un guante. Mark gritó, incorporándose, y su grito atrajo a sus amigas. Marta pulsó el interruptor, y la luz llenó la habitación.
Bajo la cama no había nada.
-¿Qué ha pasado?-dijo Rachel, alarmada.
-Na...nada-murmuró Mark-Creía haber visto algo moverse...
Estaba intranquilo, pero era tarde, estaba cansado y había tomado un par de copas. Lo mejor que podía hacer era ir a casa y dormir.
-Necesito meterme en la cama ya-rió, incorporandose-Ya nos vemos, ¿de acuerdo?
Marta y Rachel le despidieron, aún asustadas. El grito les había puesto los pelos de punta.
Mark caminaba, de vuelta a casa. La mano que había salido de debajo de la cama solo podía haber sido una alucinación. Se la había imaginado, como se había imaginado que los trastos de la habitación eran personas, gente esperando a saltar encima suya. No era verdad.
Se pasó una mano por la cara, intentando apartar el alcohol y el cansancio. Aún le quedaba media hora de camino hasta su casa. La luna brillaba en el cielo, tranquila. La noche era silenciosa y apacible. Se llenó los pulmones de aire frío de la noche y sonrió.
Nadie volvió a verlo nunca.

Autorretrato sobre tabla

Para que no todo sean relatos, un autorretrato. Cuando pueda lo pintaré al óleo.

miércoles, 27 de octubre de 2010

No puedes irte tan facilmente

-¿Después de todo lo que he hecho? ¡He sacrificado a mi familia por tí!
Joaquín suspiró tristemente. Ana siempre se ponía a la tremenda.
-¿Y qué quieres que haga? No te pongas así...
-¿Que no me ponga así?-Ana le lanzó una mirada furiosa-¡Serás cabrón!
-Mira, lo que pasó, pasó, pero...necesito un tiempo para pensarmelo.
Ana no podia creerlo. Le estaba dejando. Joaquín, su Joaquín.
-Vete a la mierda.
Se alejó a zancadas, con los ojos llenos de lágrimas. Había esperado que al menos intentara deternerla, pero no dijo ni una palabra. Caminó hasta su casa y abrió la puerta. Se sentó en el suelo.
-Lo he dado todo por tí-murmuró.
Miró en rededor, buscando a su amigo. Allí estaba, sentado en el sillón, como siempre. Se acercó y le lanzó una mirada desafiante.
-Dijiste que sería mío. Me mentiste.
-Oh, vamos. Dijimos tu familia. Aún te quedan dos abuelos y una tía.
-¿Qué haces con los corazones?
-¿En serio quieres saberlo?
La figura cornuda rió, y de su boca surgió un leve olor a azufre.

Jodido, jodido

Estoy sentado en el borde de la barandilla, en la azotea. Abajo, doce pisos más abajo, discurre la calle. Está llena de coches de luces encendidas. Siento un poco de reparo; ¿y si al caer aplasto a alguien? ¿Y si caigo delante de un coche y hay un accidente? Pero es lo único que puedo hacer; todo está hecho. Estoy preparado. No preparado para convertirme en hamburguesa, pero si para acabar con todo. El ruido se hace cada vez más insoportable.
Tic, tac.
Así es como debía sentirse el Capitan Garfio al escuchar al maldito cocodrilo. Solo que en mi caso no hay cocodrilo; el tictac está en mi cabeza, lo sé. También sé lo estúpido que suena decirlo. Suena a loco peligroso, de estos que de un momento a otro comienzan a parpadear con uno solo de los ojos, y dicen:
-He dejado la medicación, ¿sabes? Mi doctor dijo que no era buena idea, pero estoy mejor. Mucho mejor.
Lo mejor es salir corriendo.En estos caso, cuanto antes. Lo sé por experiencia.
Estoy sentado en el borde, y aún no veo venir la ambulancia. La llamé hace diez minutos, pero el hospital está muy cerca; tenía que haber llegado. ¿Debería haber esperado al martes? Los fines de semana, según creo, hay trabajo extra. No les es posible llegar pronto. Bueno, más tiempo que me queda; lástima que las hemorragias no se paren solas.
Desde luego que son desagradables esos relojes de manecillas. Analógicos los llaman, ¿no? Pues esos; tic, tac, tic, tac. Solo se callan a cuchillazos. Quiero decir, martillazos. Quitándoles las pilas, eso es.
Veo que por fin la ambulancia se ha dignado a venir. Demasiado tarde, creo. Él está jodido y yo estoy jodido.
Me impulso hacia delante, y la gravedad hace el resto.

martes, 26 de octubre de 2010

Chequeo de realidad

-Empezaremos con una serie de preguntas. ¿Puede decirme su nombre y ocupación?
-Mi nombre es Antonio Martín, y soy conductor de autobuses.
-¿Qué edad tiene?
-Cuarenta y tres años.
-¿Familia?
-Mi madre; no tengo pareja ni hijos.
-Bien-respondió ambiguamente el interlocutor-Ahora quiero que cierre los ojos y se concentre; ¿qué es lo que ve?
-Veo un prado. Un árbol.
-¿Algo más? Buscamos algo inusual, recuerde.
-Parece que hay algo en el árbol. Son...creo que son ardillas, si.
-De acuerdo; ahora quiero que me mire.
El hombre de la bata había extendido su mano. En ella había un pequeño prado, con todo lujo de detalles, y un árbol como un bonsai diminuto. Ardillas del tamaño de hormigas correteaban por la fina corteza.
-Si, ese es.
-¿Puede sostenerlo mientras lo analizo?
-Por supuesto.
La sensación era suave y cálida, como si el prado estuviera bañado por el sol. Antonio acarició las hojas y el arbol se meció ligeramente.
-Tenga cuidado. Le recuerdo que esa es su realidad.
-Por supuesto.
El árbol estaba siendo analizado con una lupa. El hombre de la bata le aplicó un estetoscopio. Tras una serie de segundos le dijo que ya podía bajar la mano.
-Siento decirle que, aunque en apariencia su realidad está bien, ha habido problemas de crecimiento en las ramas. Debería haber tenido podas anuales, y sin embargo usted a dejado que crezca desordenadamente. Ha sido muy irresponsable por su parte.
Antonio Martín agachó la cabeza.
-Quizás sea ya demasiado tarde. Hacía años que no veía una realidad como la suya. Y las ardillas...quiero que se fije bien en las ardillas.
Lo hizo. Se dio cuenta de que, aunque pequeños, los ojos de los diminutos animales eran como tizones ardientes. No tenían piel, y sus colas eran racimos de tentáculos. Dio un respingo.
-¿Sabe lo que eso significa, no?
Antonio Martín negó, asustado.
-Quiere decir que su realidad tiene algún problema grave. Tenga cuidado. Una impresión fuerte, cualquier cosa...y todo puede irse al garete.-rebuscó en uno de sus bolsillos, pensativo. Después tomó una decisión-Es mejor atajar esto cuanto antes.
Sin dar tiempo a Antonio Martín a reaccionar, sacó un revolver de la bata y le disparó en la cara. El cuerpo se desplomó, salpicando la pared de sangre, y el árbol se partió al golpear las baldosas de mármol. Las ardillas salieron corriendo, pero el hombre de la bata las pisoteó hasta convertirlas en diminutas manchas sangrientas. Llamó a su asistente y le pidió, con gesto cansado, que limpiara aquello.
-¿Problemas, señor?
-No, ninguno. Todo bajo control. Cuando termine, que pase el siguiente.
Se sentó en el sillón, y se quedó mirando por la ventana. La asistente siguió limpiando en silencio.
-Oh, mierda.
-¿Qué ocurre, señor?-dijo la chica, acercándose.
-Tienen que venir una vez al mes. Si no, pasan estas cosas.-suspiró-En fin. Llame al Ejército y eso. Ya conoce el protocolo.
Fuera, en la calle, una luz violácea lo bañaba todo. La masa de tentáculos, dientes, bocas y extremidades intentaba entrar a través de una grieta en el espacio y el tiempo.
Era la tercera vez en lo que iba de año.

domingo, 24 de octubre de 2010

Un par de retratos, para no cansar la vista

Creo que llevo demasiados días seguidos subiendo relatos; tampoco quiero saturar. Por eso, un par de retratos que hice este verano; Hugh Laurie (el actor que interpreta al doctor House en la serie homónima) y Thom Yorke, el cantante del grupo británico Radiohead. ¡Espero que os gusten!           

Hugh Laurie
 

Thom Yorke

sábado, 23 de octubre de 2010

El cazador

Podía ver las figuras de las gacelas tras los tallos de hierba parda. Pastaban, aparentemente en tranquilidad, pero estaban alerta, cuidando de que nada les observara. Él estaba contra el viento, y podía sentir el aroma almizcleño de sus pieles. Sin apenas moverse inspeccionó uno a uno a todos los miembros de la manada. Tenía dos posibles presas. Una pequeña gacela, demasiado joven para huir, y una enferma.
Optó por la segunda.
Sintiendo los tallos rozar contra su cuerpo, avanzó lentamente y en silencio hasta el borde de las hierbas altas. Desde allí solamente habría una corta carrera hasta su víctima. Con solo esprintar alcanzaría a la enferma. Sintió una punzada de hambre; hacía media semana que no comía. Tenía que hacerlo ya, o dentro de poco estaría demasiado debil como para moverse. Se pegó contra el suelo, tensando sus músculos, viendo las señales. Necesitaba pillarlas por sorpresa; si no sería demasiado dificil. Eran muy rápidas.
Echó a correr. La enferma fue la última en darse cuenta. Tenía una gran ventaja. Estaba a dos metros. Estaba a un metro. Estaba a solo medio metro. Estaba encima suya, rodando por la hierba, abrazándola mortalmente, clavándole los dientes en el cuello, sintiendo el chorro de sangre caliente mojarle el paladar, sintiendo los músculos moverse desesperadamente, intentando soltarse y finalmente rindiéndose.
El cazador se incorporó, mirando a su presa. Tenía los ojos abiertos, aterrorizados, muertos. Del fuerte desgarrón en su cuello manaba aún un poco de sangre, pero ya no se movería más.
Sintiendose sucio, desgraciado y un asesino, el animal le pidió perdón a la gacela y comenzó a devorarla.

viernes, 22 de octubre de 2010

Hipersensibilidad

Recuperó los controles e inclinó su consciencia sobre el panel de control. Manipuló, y estableció contacto con la central de noticias más importante del sector. Su cuerpo se sacudió espasmódicamente al recibir la descarga de roportajes, artículos y anuncios que contenía el servidor.
Retiró el cierre de seguridad del conector neuronal y se separó de la red. Había sentido la hondanada de horrores a los que se había enfentado el mundo en las últimas doce horas; los recolectores de impulsos podían extraer las sensaciones de los reporteros incluso después de muertos. Inundaciones en Haití, reyerta en los terriotorios de Gaza, ataque de niños soldado en Burkina Faso, hambrunas en África...era terrible.
Se incorporó en su sillón psicomovil y lo hizo avanzar hasta el teledispensador de alimentos mientras pensaba en todo aquello. ¿A dónde iba a parar el mundo?, se dijo mientras abría un envase plastificado de natillas con chocolate marca Kawaii Hamster. Lo único que había en el mundo era miseria y pobreza. Y la gente se quedaba cruzada de brazos.
Tiró el envoltorio al triturador de basuras, y pulsó pensativo el botón mientras miraba por la ventana. Su piso estaba situado en una de las zonas centrales de la metropoli, y apenas podía ver la luz del sol. Odiaba que le privaran de la luz del sol. Era como aquellos niños, que no tenían comida y sus estómagos se hinchaban e hinchaban. En realidad no se hinchaban; eran sus cuerpos los que se encogían, brazos y piernas y pecho.
Una vez hubo terminado las natillas lanzó el envoltorio al triturador y movió el sillón hacia la ventana. Desde luego, era horrible. Y aquella gente ahogandose en Haití. También era verdad que aquellos tenían parte de culpa; habían construido sus casas mal. Las habían hecho de forma que se desharían como castillos de naipes en caso de riada; y así había sido. Su casa, por ejemplo, estaba hecha de buen hormigón armado; el rascacielos aguantaría perfectamente lluvias, tormentas o terremotos. Si señor.
Acababa de recordar...los haitianos eran muy buenos corredores. Hacía años, cuando aún había Olimpiadas Mundiales, solían ganar. Recordaba haber visto un documental de pequeño, en el que se hablaba de cómo entrenaban; corrían descalzos siempre, sobre hierba o tierra prensada. Por eso cuando se ponían zapatillas deportivas corrían tanto; era como ir por la vida con un lastre y quitárselo de repente. Casi era trampa.
Ahora que caía, esos eran los jamaicanos. Los haitianos eran lo que habían tenido guerras y eran pobres. Eso era. Igualmente, los jamaicanos eran rápidos. Se los imaginaba allí, en esos campos abiertos, corriendo y corriendo. Bajo el sol.
Miró la puerta de su apartamento. Hacía mucho tiempo que no salía afuera. Quizás estaría bien salir, por una vez. Ver el sol. Le había tocado un apartamento sin sol, y lo echaba de menos. No una transmisión, sino el sol sobre él, él mismo.
Se acercó a la puerta y husmeó. ¿Como se abría aquel armatoste? La gran rueda y los pestillos. La plancha metálica, tras la que estaba seguro. Tanteó. Descorrió los pestillos y giró la rueda desde su asiento. Estaba bien engrasada; el roboasistente se encargaba de ello.
La rueda giraba.
La puerta no se abría. Sencillamente, la rueda seguía girando pero los pestillos internos no se movían. Dejó de intentarlo, consternado, y movió el sillón hacia la ventana. Quedó en silencio unos minutos, y al final volvió a hundirse en la red. Vió una pelicula, navegó por varias paginas pornográficas, vió otra película y se quedó dormido.
Había recordado, convenientemente, que tenía alergia al aire libre.

jueves, 21 de octubre de 2010

El Père Lachaise, o el misterioso caso del Dr. Lenoir

Para variar (no todo van a ser relatos), hoy voy a hablar de un suceso real. No es que vaya a ser una experiencia aterradora y claramente sobrenatural, pero si que es algo misteriosa. Ligeramente inquietante. A mi me encanta, y me encanta contarla.

¿La razón por la que voy a contarla? Ayer, navegando por la blogosfera, acabé en un blog bastante interesante, llamado "La Caverna del Mitraísta". Leí algunos relatos, curioseé por aquí y por allá. Y llegué a un post acerca del Père Lachaise, el "cementerio de los famosos" de París. En él están enterrados (por poner algunos ejemplos) Jim Morrison, Edith Piaf, Eugène Delacroix, Georges Mélies, Théodore Gericault...y muchos más.


Este verano estuve allí, en París, con mi novia Luz, y sinceramente nos encantó. Llegamos temprano, cuando aún no estaba lleno de turistas (puede que nosotros también lo fueramos, pero al menos no ibamos "en manada"), y el silencio, el viento arrastrando las hojas secas, las tumbas...era un sitio precioso. Muy tranquilo. Lo reconozco, siempre me han gustado las cosas "tetricas", pero no era solamente eso. Tenía verdadero encanto, esas tumbas abiertas, los arboles clavando las raíces en las lápidas...

Me estoy yendo por las ramas. De lo que quería hablar era de algo que pasó en el cementerio, no del cementerio propiamente dicho.

Después de haber recorrido el cementerio de punta a punta decidimos ir a la Rotonda Casimir-Perrier (si, las calles del cementerio tienen nombre. Y si, tengo una copia del mapa aquí al lado) a descansar. Luz bajó directamente por las escaleras, hacia la plaza, pero a mi me encantaba corretear entre las tumbas, así que le dije que bajaría por otro camino y nos encontraríamos abajo. Así lo hicimos.


Y me encontré algo mientras bajaba. Se que es una tontería, pero encima de una de las tumbas, en un caminito medio escondido, había una chaqueta y un libro abierto. Eso no fue lo que me llamó la atención. Lo que me llamó la atención es que ambos tenían telarañas y trocitos de hojas, y polvo; alguien había dejado la chaqueta doblada en la esquina de la lápida, el libro abierto, y se había ido.

Soy curioso por naturaleza. Me acerqué a la tumba y me puse a husmear. Lo primero, que más me llamó la atención, fue que el libro esta escrito en checo. Eso no tenía por que ser necesariamente raro. Lo raro era que alguien había dejado aquello allí hacía días. Miré la inscripción en la tumba; quizás aportara información. Quizás el tipo que estaba enterrado dentro era checo, y ese era su libro favorito; quien sabe.


Esa es la inscripción que había en la tumba. Como hice la fotografía con flash no se entiende bien, pero tomé nota en mi cuaderno. Dice así:

Au Docteur LeNoir
La Societé
BENVENUTO-CELLINI

Sin fechas ni nada. Me sorprendió bastante, la verdad.
Volví mi atención de nuevo al libro. Era Rekviem, de Jaroslav Durych. Según me enteré después es un clásico checo, una de las partes de una trilogía historica, de líos políticos y todo eso. Lo curioso es que el libro era de una biblioteca. ¿Era un libro robado de una biblioteca? ¿Quién viaja desde la Republica Checa a París con un libro de biblioteca? Y...¿quién se lo olvida encima de una lápida, junto con su chaqueta?


Como ya llevaba un rato y no quería que Luz se preocupara, bajé a la Rotonda. Le conté lo que había visto y me acompañó para echarle un vistazo. Mis teorías le dieron un poco de mal rollo (las expondré más adelante), y nos alejamos. Mientras nos ibamos, le comenté que me había quedado con las ganas de echarle un ojo al interior de la chaqueta, y ella me dijo que fuera, que me esperaba allí; no tenía ganas de volver y tampoco le gustaba mucho el asunto de hurgar en chaquetas. Bien, miré el interior de la chaqueta.


Solamente había un billete de metro.
Tuve que maldecir los billetes del metro parisino; no aparece ningún tipo de fecha, ni siquiera día y mes. Me pareció bastante curioso, pero lo dejé todo tal y como estaba y me fui.

Al llegar a donde estaba Luz, me la encontré limpiándose con un pañuelo. Por lo visto, nada mas irme, se había sentado en un banco de los que hay por el cementerio. En ese momento tres cuervos habían salido volando por detrás de las tumbas, justo por encima de ella, muy cerca, cagándosele en lo alto. Deberían aprender a avisar de los malos augurios de otra manera. Tras un poco de mal rollo, nos fuimos de Pére Lachaise.

Seguimos visitando París sin más novedad.


Cuando ya ibamos a irnos de París, el día que esperabamos en el aeropuerto (acompañados de mi fiel cuaderno), se me ocurrió que cada uno hicieramos un dibujo del Doctor LeNoir, a modo de juego. Luz dibujó un doctor con su bata y su estetoscopio, bien afeitado y peinado. Yo dibujé un tipo con barba y bombín, vestido de negro, con una mirada entre cansada y agresiva. En parte lo saqué del "Hombre de la Barba" de un sueño que tuve hace mucho tiempo (con el que aún sueño de vez en cuando; ya contaré la historia del "Hombre de la Barba" otro día), y allí quedó. Mientras esperabamos a nuestro avión dibujé muchas, muchas veces al Doctor LeNoir (puro aburrimiento), así que Luz ya se conocía la cara más que de sobra.

Bien. Hace cosa de medio mes me contó que, andando por la calle, había visto a alguien que se parecía mucho a mi Doctor Lenoir. En vez de un bombín llevaba un sombrero, pero se parecía a él. Por lo visto se quedó mirandola mientras pasaba. Ella se quedó bastante sorprendida. Al volver la vista, ya no estaba.
Mi problema respecto a estos asuntos es que, como Fox Mulder, "I want to belive", pero al contrario que él yo no estoy convencido. Me gustaría mucho que hubiera cosas ultraterrenas por ahí, pero no me llego a convencer del todo. En fin, aquí mi teoría. Medio en serio medio en broma, pero el asunto no tiene mucho sentido; mi teoría tampoco tiene que tenerlo:

El Doctor LeNoir podría ser una especie de vampiro. El Señor Checo estaba leyendo, sentado sobre su tumba, y eso molesto un poco al Doctor. Se lo cargó, y pasó de recoger el libro y la chaqueta porque la gente (yo es que soy demasiado curioso, es cierto) no suele tener demasiadas ganas de husmear en las cosas depositadas sobre tumbas. Nos siguió a Luz y a mí hasta Sevilla, y está vigilando por si nos vamos de la lengua...

Esto quiere decir; si de aquí a unos días desaparezco sin explicación, ya sabeis por donde empezar a buscar...


Lo sé, no es una historia con un final impactante; nada se desvela en la última línea, no hay ninguna punchline que desvele (o al menos subraye) el misterio. Pero así son las historias reales; nada queda resuelto y nada termina.
Hasta mañana, damas y caballeros.




Enlace a La Caverna del Mitraísta: Recuerdo de Père Lachaise: http://mitraista.wordpress.com/2010/10/04/recuerdo-del-pere-lachaise/

miércoles, 20 de octubre de 2010

Olor a polvo y sangre

Mike estaba sorprendido. El golpear de los nudillos contra el pómulo produjo más un chasquido seco que el sonido de un impacto. Aquel hombre trajeteado, de cara grasienta y voluminosa, debería haber echo un ruido más parecido a la gelatina.
-Bloip, bloip, bloip-murmuró.
El hombre le miró desde el suelo con sus ojos porcinos, cubriendose con la mano. Mike le pateó las costillas con ganas.
-Vamos, puerco-exclamó, pasandose una mano por los labios húmedos-¡Arriba!
Odiaba a aquel tipo de personas. Por lo cuidado de sus ropas, estaba seguro de que su mujercita le había planchado la camisa primorosamente antes de salir. Seguro que tenía una familia; quizás un crío, de diez u once años. O una parejita, niño y niña. Salía de casa y tenía la indecencia de darle un beso a su mujer y a sus hijos, que no sabían cual era su vicio secreto.
Mike sentía el odio devorandole por dentro. Qué hubiera dado él por tener una vida como aquella, una vida tranquila y sosegada. Sin embargo, el gordito necesitaba más. Le hundió el puño en la barriga tres veces, y luego otra vez más. El hombre gemía, lloriqueando con cada golpe, y Mike le clavó los nudillos en el labio, partiéndoselo.
Entonces, unas manos le sujetaron por detrás y lo arrastraron. Él forcejeó, intentando liberarse, intentando alcanzar al gordo, machacarle la grasa a golpes, patearle los testículos, magullarle las carnes blandas. Sin embargo, lo retuvieron y no pudo continuar.
Ya no podría desahogarse. Mientras se sentaba en un banquillo, apoyado contra la pared, vio al gordo recoger su maletín y alejarse. Sangraba, y ya no pensaba que solo con ser grande podría ganar en una pelea.
Mike cogió su parte de las apuestas y se quedó para ver el siguiente combate.

martes, 19 de octubre de 2010

Autorretrato

La nana

Gustav rompió a reir desenfrenadamente. ¿Qué otra cosa podia hacer? Aunque en un principio pareciera facil, costaba mucho resistirse. De hecho, era imposible.
Los duendes se habían echado encima suyo a la vez, coordinadamente. Había oído sus cientos de pequeños pies correteando por el suelo antes de que emprendieran la escalada triunfal por sus ropas. Le habían hecho tropezar con cuerdas y cinta adhesiva; y la cinta adhesiva es muy resistente, aunque se enrrolle solo un par de veces.
Cayó de cara contra el suelo, golpeándose en un pómulo. Entre todos le dieron la vuelta y le tumbaron boca arriba. Era una sensación extraña, ser movido por aquellas criaturas; Gustav no pudo evitar pensar en que así sería como se sentían los trocitos de pan al ser arrastrados por hormigas. Después le habían quitado los zapatos y los calcetines. Y entonces empezó la tortura.
Sacaron una larga pluma de ave, y con ella le acariciaron las plantas de los pies. Completamente atado como estaba, sus sacudidas apenas sirvieron de nada; era un pez intentando volver al agua, sin exito alguno. Lo único que consiguió fue que le movieran hasta la cama, y que le sujetaran los pies, con cinta adhesiva, a una de las patas.
En un principio había estado bastante sorprendido. Aquellos eran los típicos duendes malos de los dibujos animados; verdes, de narices ganchudas y verrugosas, y largas orejas puntiagudas. Incluso llevaban gorro. Sin embargo, la verdadera sorpresa había sido la afirmación que habían hecho, a coro, con sus vocecillas chirriantes.
-Somos los duendes de la risa. Gustav Allsburg, no te lavas los dientes antes de dormir. ¿Sabes lo que le ocurre a los que no se lavan los dientes antes de dormir, verdad?
Gustav no lo recordaba. Sin embargo, pronto pudo adivinarlo. Entre carcajadas aún podía oír las voces.
-Somos los duendes de la risa. Seguirás riendo el resto de tu vida.-entonces se reían, y repetían-El resto de tu vida.
Oía las voces, y veía como, en la habitación contigua, afilaban los cuchillos.